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2.2.1.1. Huérfanas y expósitas

 

                             

Algunas de las mujeres que pisaron los escenarios de los Siglos de Oro convirtiéndose en actrices fueron criadas o adoptadas por profesionales de la escena, siendo una práctica muy común entre éstos, como en muchas de las categorías sociales de la época, la de hacerse cargo de pequeños que no podían contar con una situación económica y social favorable, bien porque sus padres, no pudiendo mantenerlas, las habían entregado a estos profesionales para que se hicieran cargo de ellas, bien porque por estas mismas razones dichas niñas habían sido abandonadas, haciéndose cargo de ellas en estos casos las casas de acogida, a las que eran destinadas, en su mayoría, también las pequeñas huérfanas que no podían contar con apoyos familiares.  

No extraña, pues, que la actriz María de la Novena fuera “hija adoptiua” de Pedro García de Salinas, que a Juliana (de) Candado la “prohijó Luis Candado de quien tomo el apellido”; que María de los Reyes de la que “no se saue quien fueron sus padres”, la “crio Juana de los Reyes que fue autora, de quien tomo el apellido”, o que Manuela de Sierra “la criaron [el actor] Bernardino de Sierra y su muxer Leonor”. Entre los diferentes significados que el verbo “criar” tenía en la época, además de “nutrir, alimentar, como hacen las Madres ò Amas, que dán el pecho, y nutren à algúna criatura”, adquiría también el significado de “educar, instruir, dirigir, amaestrar y enseñar”, y es más que probable que en esta última acepción se emplee en mayor medida en la documentación de aquel entonces para referir la función que debieron de desempeñar aquellos actores que “criaron” a estas pequeñas-futuras actrices y se hicieron cargo de ellas en un momento determinado. Aunque no hay que excluir que en algún caso este verbo llegara a tener el mismo significado que “adoptar”, como muestra el caso de Esperanza Labraña que resulta que “la crio Domingo de Labraña” y a la vez que este autor y su mujer “prohijaron vna hija que se llama Esperanza Labraña” o como en el caso de Ana de Barrios, criada por el actor Jacinto de Barrios que la “prohijo por hija suia”. 

La documentación parcial con la que contamos acerca del origen de las actrices y el hecho de que en la época el verbo “criar” fuera utilizado en ocasiones como sinónimo del verbo “prohijar”, no nos permite discernir siempre cuándo la crianza de una pequeña por parte de los actores se tradujo en una adopción legal, con las repercusiones y beneficios que el hecho de adoptar implicaba. La acción de adoptar, de hecho, a diferencia del simple acto de criar, en ella implícita, exigía algunas “condiciones y calidades” señaladas a nivel jurídico, tal como se especifica en el mismo Diccionario de Autoridades, cuando se ofrece la definición de “adopción”, que es “el acto de recibir, ò admitir por hijo à alguno, que naturalmente lo es de otro de la qual acción se dice que imita à la naturaleza, y por esso requiere en el derecho algunas condiciones y calidades señaladas en él”. Además, el hijo adoptivo “adquiere por este título derecho à la hacienda del padre, y se llama por el mismo hijo adoptivo”.

Sin embargo, si en la teoría el derecho a la herencia distinguía la adopción de la simple crianza, en la práctica nada podía impedir que un pequeño criado por otros pudiese recibir en herencia sus bienes, sobre todo cuando los que lo criaban no tenían hijos naturales. Lo constatamos en el caso de la actriz María Laura quien “es hixa de Granada y la tubo y crio en su casa doña Gertrudez [sic] de Eslaua”, la cual dejó a María Laura “su hazienda y caudal”.

Creemos, por tanto, que no siempre en la práctica se podía distinguir claramente cuándo la crianza de una pequeña correspondía a una adopción legal. Aunque se trate de un caso tardío respecto al período que estudiamos, resulta indicativo en este sentido el caso de la actriz Juana de San José, que recoge la propia Genealogía. Según se relata en esta fuente, Juana de San José, de padres desconocidos, fue sacada, siendo niña, de la Inclusa de los Niños de San José de Valladolid por los actores Fernando de Mesa y su mujer Ana de la Rosa. Sin embargo,

 

habiendo muerto en Granada Ana de la Rosa acudieron vnos ministros de justizia a casa de Fernando de Mesa queriendole poner enbargo en sus bienes alajas y querian sauer si aquella muchacha hera hija o prohijada o lo que era. Biendo esto Juana llamó aparte a Fernando y le dijo: “Padre (que asi le llamaua), estos ministros no bienen si no es solamente a sacarnos dinero, y se remedia si quiere vsted casarse conmigo”. Pareziole bien el adbitrio a Fernando y consintiendo en ello y diziendoselo a los ministros delante de ellos y siendo testigos se dieron las manos y quedo ajustada la boda….

 

En otro lugar de la propia Genealogía, al referir este caso, se apunta que Juana de San José fue “criada” por los dichos Fernando de Mesa y Ana de la Rosa. Pese a este dato, y al hecho de que la misma Juana se dirigiese a Fernando de Mesa llamándole “padre”, indicios que inducen a pensar que debió de ser adoptada por los actores, sin embargo, esto no pareció claro a los ministros de la justicia que necesitaban saber si “aquella muchacha hera hija o prohijada o lo que era”. No era hija de los actores, ya que había sido recogida de la casa de la inclusa, ni, por lo que parece, fue su prohijada, ya que ambos no tuvieron, como se ha visto, ninguna dificultad (e impedimento) en contraer matrimonio.

El caso de Juana de San José, así como el de María Laura antes mencionado, y el hecho de que los verbos “criar” y “prohijar” pudieran usarse como sinónimos, nos permite suponer que en la práctica la crianza de algunas actrices, por parte de los actores, debió de traducirse en una adopción de facto.

Perry apunta un fenómeno curioso por lo que respecta a la adopción: la mayoría de los padres adoptivos eran artesanos, motivo por el que estaban muy interesados en adoptar a los pequeños, de los que apreciaban sobre todo el valor potencial de su trabajo, fuera o dentro de las paredes domésticas. A los pequeños adoptados, como a los naturales, se les instruía transmitiéndoles unos conocimientos, de modo que la adopción se convertía en un modo de perpetuación de un oficio. En este sentido, adquiere, pues, una relevancia especial la significación del verbo “criar” en la acepción de “educar, instruir, dirigir, amaestrar y enseñar” que antes hemos apuntado, y que refuerza la idea de que las pequeñas criadas por actores, con el tiempo, pudieron recibir el mismo trato y beneficios, que las legalmente adoptadas. En este sentido, nos parece acertado el significado que de la palabra “criado” ofrece García Herrero, quien, refiriéndose a la sociedad zaragozana bajomedieval, señala lo siguiente:

 

El verbo criar y su voz derivada, criado, poseen en los documentos zaragozanos del Cuatrocientos un especial y originario significado que perderán posteriormente y que diferencia el concepto de mero servicio. El uso de la palabra criado/a es restringido y se emplea en aquellos casos en los que los amos o señores han intervenido activa y conscientemente (con frecuencia también contractualmente) en el proceso formativo del niño o de la niña colocados bajo su mando o “gobierno” desde edad muy temprana. Las obligaciones que los amos asumen con respecto a las mozas serviciales o sirvientas, por muy jóvenes que sean, se limita en principio a tratarlas bien, mantenerlas y entregarles el dinero acordado como soldada cuando finalice su contrato. Sin embargo, las responsabilidades que se adquieren en el caso de las criadas son mayores, pues los amos se comprometen a educarles y proporcionarles una dote y un marido idóneo cuando llegue el momento de contraer matrimonio.

 

Y efectivamente en este sentido creemos que el verbo “criar” se puede emplear y debió de utilizarse en los casos que tenemos recogidos. Además, si pensamos en el ámbito teatral y en el sistema de aprendizaje que regía en él, con un fuerte componente de carácter gremial, es lógico que se produzcan en él crianzas (y adopciones) por parte de algunos actores que, a lo largo del siglo XVII, se hicieron cargo, a nivel económico y personal, de algunas pequeñas a las que transmitieron su oficio aunque probablemente, en un primer momento, valiéndose de ellas como mano de obra barata al emplearlas en el servicio doméstico. Confirma lo que acabamos de decir el caso de la propia Juliana (de) Candado anteriormente citado. Pese a que se documente que Luis Candado adoptara a la pequeña Juliana, es más que probable que la función del actor de hacerse cargo de la pequeña, sólo con el tiempo se convirtiera en una adopción de facto, como induce a pensar sobre todo el testamento de la esposa del actor, la actriz Mariana de Velasco, conocida como la Candada. Al otorgar sus últimas voluntades, en 1636, Mariana de Velasco se refería a la pequeña Juliana mencionándola claramente como su “criada”:  

 

Se le dé a Juliana, mi criada, por lo bien que yo la quiero, todos los despoxos que yo tengo de bestidos [...] mas es mi voluntad que el día que tomare estado la dicha Juliana se le entreguen sus bestidos con más 50 ducados [...] y en el ýnter se esté en compañía de su amo [es decir, Luis Candáu] o de mi hixa [Antonia Candáu], conforme la escritura que tengo hecha.

 

La transmisión del oficio teatral a hijas adoptadas o criadas por actores es una muestra más de cómo éstas podían llegar a ser consideradas de facto también como hijas naturales. El hecho de ser acogidas en un nuevo hogar les permitió tener una nueva familia y recibir una formación, además de poder contar con una tutela personal. Ésta era importantísima en la consideración que se tenía de la infancia como etapa vital en la que, como afirma Isidro Dubert García, “al margen de la protección dada por el agregado doméstico, el niño se encuentra desvalido en un mundo en el que la reciprocidad es la norma y en el que su incapacidad para mantenerse hace que su consideración social sea mínima”. 

Como ya hemos apuntado, las razones económicas inducían a muchos progenitores de la época a entregar a sus hijos a profesionales de la escena para que se hiciesen cargo de ellos, bien asegurándoles un futuro, con la transmisión de un oficio, bien empleándolos en el servicio doméstico. Para las familias más humildes de la época, de hecho, la crianza de un niño podía constituir una verdadera carga económica, sobre todo cuando a una situación familiar ya de por sí precaria se añadían factores que empeoraban aún más la situación, como por ejemplo, la enfermedad o viudedad de uno de los padres, factores que determinaban su empobrecimiento y marginación, y los obligaban a entregar a sus hijos a otros. Generalmente, si una familia contaba con más de un hijo, siempre prefería ceder a las féminas antes que a los varones. La explicación de esta elección se encuentra en los valores sociales de las comunidades del Antiguo Régimen y en la mayor consideración, desde un punto de vista social y económico, del varón como patrimonio familiar y potencial mano de obra.

En alguna ocasión, la entrega de las pequeñas a los actores y no a otros profesionales de la época dependía del hecho de que los padres naturales de la pequeña en cuestión estaban vinculados directamente a ellos, por ejemplo, en los casos en los que trabajaban o habían servido en sus casas en calidad de criados, un vínculo profesional y humano que a veces era el único con el que podían contar dichos padres, sobre todo cuando a las razones económicas graves que les determinaban a este paso se sumaban otras causas dramáticas que eran, por ejemplo, la enfermedad de uno de ellos. Tales debieron de ser las razones que indujeron a la criada Catalina de Flores a dejar a sus dos hijas, Bernarda y María, a los actores Bartolomé de Robles y a su mujer Mariana (de) Guevara (Varela). Siguiendo la versión que sobre ella y sus hijas Bernarda y María nos ofrece José Subirá, sabemos que Catalina

 

Durante los últimos años de su soltería ejerció aquellas labores plebeyas en el hogar de unos acreditados representantes, llamados Bartolomé de Robles y Mariana de Valera. Una vez casada la criada de servicio con el buhonero montañés Lázaro Ramírez, le acompañó en sus constantes andanzas por villas, aldeas y caseríos. Tenía ya esta mujer dos niñas de corta edad cuando malparió hallándose de paso en la villa de Santa Cruz, cerca de Ocaña. Regresó entonces a Madrid con su marido. Los fríos y humedades en las inhóspitas carreteras, así como las incomodidades y penurias de tan lamentable peregrinación, ocasionaron una enfermedad que la dejó tullida. Camina durante unos tres meses apoyándose en un palo. En vez de mejorar, aumentó su dolencia, y como se le cargara el humor, finalmente necesitará muletas para ir de un sitio a otro. La maltrecha y desventurada Catalina pedía limosna para sustentarse, y en su devoción por la Virgen del Silencio estableció su puesto de mendicidad a los pies del camarín, solicitando la ayuda de los transeúntes para sentarse o levantarse. Pasando por allí un día los acreditados cómicos Bartolomé de Robles y Mariana de Valera, la reconocieron, le hablaron, la compadecieron ante su desventura y la invitaron a que los visitase para socorrerla. Aún hubo más: aquellos seres caritativos recogieron en su mansión a Bernarda y Ana [sic] Ramírez, las dos hijas de la antigua criada de servir. Tenían ocho y dos años, respectivamente. Esos actores las trataron como a hijas propias.

 

Aunque se trata de un caso posterior respecto al período que estudiamos, también resulta significativa la historia de Eufrasia de Salazar “hija de una criada de Joseph [sic, ¿por “Josefa”?] de Salazar por cuio motivo tomo este apellido, y se llamaua su madre Juana, y la dicha Josepha de Salazar la crio y sacó de [sic, ¿por “a”?] la comedia…”.

Estrictamente relacionado con el factor económico, también el fallecimiento de uno de los padres (o ambos) de la pequeña podía determinar su entrega a un profesional de la escena, sobre todo si quien fallecía era el padre de la pequeña, lo que ocasionaba que ella, así como su madre, perdiera a la vez la protección personal y la estabilidad económica que su progenitor le ofrecía. No eran raros los casos en los que, en situaciones como éstas, la madre de la criatura, al quedarse viuda, si no contaba con otro apoyo familiar que la amparaba, y si no poseía suficientes recursos económicos, caía fácilmente en la más absoluta pobreza y marginación en una sociedad, como la de la época, en la que las mujeres se encontraban ya a priori en una situación de desventaja. Para hacer frente a esta difícil situación, una de las salidas de las que disponían las viudas era la de emplearse como sirvientas, motivo por el que, a menudo, se veían obligadas a dejar su pueblo para dirigirse a la ciudad más cercana para encontrar trabajo. Gracias al servicio doméstico muchas fueron las madres solas, viudas o doncellas, que pudieron sobrevivir sin necesariamente abandonar al hijo que tenían, el cual, en más de una ocasión, era criado por el propio amo al que sus madres prestaban servicio que podía llegar a convertirse, al menos simbólicamente, en el sustituto de la figura paterna del pequeño. Fue éste el caso del futuro actor y autor Juan Antonio Matías al que “le crio [el actor y autor] Miguel de Castro, a quien entro a seruir su madre que se llamo Catalina Rosi, por hauer enviudado y quedado pobre”.

Otra solución, para las viudas, podía ser la de volver a contraer matrimonio, posiblemente con alguien que dispusiera de cierta estabilidad económica, representando este matrimonio no sólo la posibilidad de supervivencia personal, sino también la posibilidad de reconstruir una nueva familia y por tanto de dar a su propio hijo un nuevo padre y una posibilidad de futuro. Éste fue el caso de algunas actrices cuyas madres se casaron con actores o con hombres relacionados con el mundo teatral, los cuales, pues, como si fueran sus padres naturales, las criaron y les transmitieron su propio oficio, por lo que recibían el apelativo de “padrastros” de las actrices, o éstas el de “hijastras”. Un ejemplo representativo de actriz, huérfana de padre, que fue criada por un hombre relacionado con la actividad teatral, con el que su madre contrajo matrimonio es la ya citada Mariana de León “a quien llamaban la Mallorquina”, que en realidad “hija de un napolitano llamado Gabriel Alonso de Leon. Este vendia aguas y mistelas en Mallorca en la de [sic] casa de la comedia. Su madre se llama Juana de Mora, natural de Valencia, y despues de hauer muerto Alonso caso Juana con Juan Saez, cobrador y guardarropa, a quien mataron de una puñalada en Zaragoza estando cobrando”.

Si la madre de Mariana de León se casó con el guardarropa Juan Sáez es porque probablemente el mundo teatral era el entorno más cercano que tenía a su alcance dada la actividad desempeñada por su anterior marido. Aunque no siempre tenemos datos que lo corroboren, podemos suponer que otros casos similares al de la Mallorquina fueron los de aquellas actrices indicadas como “hijastras” de algún actor, o en los casos en los que estos últimos son mencionados como sus respectivos “padrastros”. Éste podría ser el caso de la actriz Eufrasia María Reina, cuya madre “casó en Lisboa con un correbero [sic, “por corredero”][1] del Correo mayor”. Es probable, sin embargo, que la madre de Eufrasia María enviudara y que sucesivamente contrajera matrimonio con el guardarropa Diego Martín, mencionado en la documentación como “padrastro de Eufrasia María de Reyna”. Un caso similar pudo ser también el de la actriz Rosolea Ruiz, “hijastra de Juan Ruiz [Copete] de quien tomo el apellido por haberla criado y no hauer conozido otro padre”.

Aunque no siempre se especifican directamente las causas que determinaron que una de estas actrices fuera criada por un profesional de la escena, al conservarse, en ocasiones, los datos sobre los padres naturales de ellas, que ratifican su procedencia de un entorno humilde, tenemos confirmado cómo el factor económico, unido al factor de marginación social a él asociado, estuvieron en la base de la entrega de estas pequeñas al cuidado de los actores, aunque otro factor importante es el fallecimiento de sus padres naturales, o de uno de ellos. De este último caso nos ofrece un ejemplo la historia de las hermanas napolitanas Ana de Barrios y Gracia de Velasco, hijas de un arraez[2] y una lavandera. Su caso introduce la otra variable que determinaba en la época el que algunas familias se hicieran cargo de niñas de corta edad, es decir, el de quedarse huérfanas y no poder contar con un entorno familiar que les garantizara una tutela personal y económica. Es la Genealogía, una vez más, la fuente que consigna esta historia, especificando claramente los factores que determinaron que los actores Jacinto de Barrios y Felipe de Velasco decidieran hacerse cargo de las pequeñas Ana y Gracia. Así leemos que “auía dos niñas en Napoles en el Varrio de Santa Lucia, hijas de un arraez y una labandera, y estando en un balcon de piedra las muchachas con su madre, caio el balcon y se mató la madre y quedaron las hixas sin lesion y hallandose allí Jazinto de Barrios y Phelipe de Velasco, coxieron a estas niñas y las criaron y cada una tomo el apellido de ellos y asi se llamaron Ana de Barrios y Gracia de Velasco”.

Aunque los datos biográficos que poseemos sobre las actrices criadas o adoptadas por actores no siempre hacen explícita la causa por la que fueron criadas o adoptadas por ellos, por todo lo que hemos venido diciendo, suponemos que las razones, o una de las razones, arriba indicadas debieron de inducir a algunos padres, o instituciones encargadas, de aquel entonces a dejarlas al cuidado de profesionales relacionados con el oficio teatral. Una de ellas podría justificar el caso de la actriz Lucrecia López (Chesa), la cual “la sacó Fauiana Laura mui muchacha de Milan y la crio y despues la caso con Juan Manuel Cano de Mendieta”. O explicaría el caso de la antes mencionada actriz María Laura de la que sabemos que “es hixa de Granada y la tubo y crio en su casa doña Gertrudez [sic] de Eslaua”. En realidad es probable que María Laura fuera huérfana de padres y que fuese entregada a doña Gertrudis porque sus parientes más cercanos no disponían de los recursos económicos suficientes para hacerse cargo de ella. Esto parecen indicar las mismas palabras de la Genealogía cuando refiere que una vez que María Laura ya actuaba como actriz, era acompañada por “doña Maria Triana a quien llamaua tia”. No tenemos constancia, sin embargo, de que doña Gertrudis fuera actriz ni de que estuviese vinculada a la actividad teatral, aunque sí podía serlo su cónyuge. A pesar de esto, el caso de María Laura no deja de ser interesante ya que es prueba de cómo las pequeñas menos afortunadas de la época podían ser destinadas al cuidado de familias y personas cuya situación económica era más favorable. Tal debía ser la de doña Gertrudis, ya que disponía de una “hazienda y caudal” que dejó a María Laura.[3]

Si muchos padres de condición humilde se veían obligados a entregar a sus pequeños a otros con fin de garantizarles la supervivencia y un futuro, en otras ocasiones algunos padres abandonaban temporalmente a sus hijos en centros de acogida, como los Hospitales, para que, una vez recuperada su estabilidad económica, pudiesen rescatarlos. Ejemplo de esta práctica es el caso tardío de la actriz Manuela Chirinos, casada con el actor Matías Tristán, la cual “saco de la casa de San Joseph de Valladolid vna niña para criarla y la trujo a Madrid y a los dos o tres años de hauerla sacado bino a buscarla el padre de la niña que le agradezio mucho el trauajo de la crianza”. Pero “enuiudo en este tiempo Manuela Chirinos y el padre de la criatura se lleuo a su lugar a la Manuela con la niña y la entrego su hazienda, y está con muchas combenienzias este año de 1721”.

Sin embargo, no todas las pequeñas fueron rescatadas sucesivamente por sus progenitores, y muchas fueron las niñas adoptadas o criadas por actores que procedían de estas casas de acogida, las cuales se hacían cargo de las pequeñas huérfanas o abandonadas por sus padres.  

La Casa de San José de Valladolid, la Inclusa de Madrid[4] o los Hospitales públicos en general, difundidos en toda España en el período que estudiamos, servían para recoger y criar a los niños expósitos, es decir, a aquellos que “han sido echados de sus padres, ò por otra persona à las puertas de las Iglesias, de las casas y otros paráges públicos, ò por no tener con que criarlos, ò porque no se sepa cuyos hijos son”.

Claude Larquié ha destacado el alto porcentaje de orfandad existente en la época a partir del estudio de los libros de siete parroquias madrileñas (las de San Martín, San Sebastián, Santa Cruz, Santiago, San Juan y San Gil, San Pedro el Real, y Santa María de la Almudena), en las que se conservan los datos de los niños bautizados durante 1650 y 1700. En este período, que coincide con la crisis económica y humana más intensa de la época, de los 97.303 niños bautizados (suma que corresponde al total de los niños bautizados en las siete parroquias consideradas, más los niños registrados que procedían de los alrededores de la capital), 2.899 eran ilegítimos, es decir “hijos de solteros, de madre soltera, de mère inconnue mais dont le père décline sa propre identité…”, y 2.933 eran abandonados, es decir “hijos de padres desconocidos, de la piedra, de la tierra, expósitos…”, lo que suma un total de 5.833, y que constituye un 5,99% del total de los niños bautizados.

A estas cantidades hay que añadir aquéllas constituidas por los niños cuyos datos se conservan sólo en parte en los registros de las demás parroquias de la Capital y también el abundante número de niños que durante el mismo período fueron abandonados en la corte y que llegaron a alcanzar, entre 1650 y 1700, un total de 30.938, es decir, casi 631 niños abandonados al año. De muchos de estos niños tenemos hoy constancia gracias a que sus datos fueron registrados en el libro de la Inclusa de la Capital que revelan que el porcentaje de abandonados e ilegítimos registrado en los libros de las parroquias antes citado aumenta por lo menos en un 75%-80%, de modo que el total de niños ilegítimos y abandonados pasa de 5.833 a 15.100, un número que, sin embargo, es seguramente inferior al total de los niños que en realidad eran abandonados. De hecho, debemos tener en cuenta también que hubo niños de cuya existencia no queda constancia documental por haber fallecido antes de ser bautizados o de ser entregados a alguna casa de acogida, siendo, en ocasiones, víctimas inocentes de la desesperación paterna que, muy a menudo, encontraba en el infanticidio otra posible solución a su desesperada situación.

El número elevado de niños abandonados y recogidos en la Inclusa y en las demás casas y Hospitales encargados de esta función en la España de la época tiene diferentes explicaciones y, a veces, un común denominador: el factor económico precario que determinaba que los padres del recién nacido lo abandonaran. Muchos de los niños abandonados eran el fruto de relaciones ilícitas, hijos de mujeres casadas, viudas, doncellas, o extranjeras (así como esclavas), que no disponían de suficientes recursos económicos, muchas de las cuales, por ello (sobre todo las doncellas), habían dejado sus casas y campos, que no les ofrecían posibilidad alguna de sobrevivir, para ir a la ciudad más cercana y buscar trabajo en el servicio doméstico. Sin embargo, no siempre su situación mejoraba; al no encontrar un trabajo o al no tener suficientes ingresos, muchas de ellas caían en la pobreza más absoluta, a la que las únicas salidas eran la mendicidad y la prostitución. Esta última era la única solución, a veces, de la que disponían aquellas doncellas que habían sido violadas por sus amos y habían sido despojadas, de esta forma, de la virginidad, sin la cual les quedaban pocas posibilidades de casarse, algo que se revelaba aún más difícil si no se poseía, como en su caso, de una dote que aportar. En una sociedad como la de la época en la que la legislación civil sobre delitos sexuales condenaba con mucha más severidad a las mujeres que a los hombres,[5] el comportamiento moral de estos últimos era juzgado con mayor tolerancia cuanto más elevada fuese su posición jerárquica en la sociedad. El abandono de los recién nacidos se reveló, para algunas de estas mujeres, la única vía de escape. Mujeres solas, que se encontraban sin la protección de un marido, de un padre o de un clan familiar que las apoyara; mujeres sin recursos económicos, mujeres por esto marginadas que vieron en la entrega de sus hijos a las casas de acogida la única posibilidad de salvarles la vida y de salvarse. Sin embargo, también es cierto que a veces la salvación de estos pequeños, si por un lado se traducía en un prolongamiento de su vida, por otro representaba una verdadera muerte social. Dice a propósito Antonio Domínguez Ortiz:

 

Entre todas las modalidades de la marginación la que afectaba a los expósitos era una de las más crueles. No tenía fundamento legal, pero sí una grande resonancia social por la combinación de varios motivos. Aquella sociedad era profundamente religiosa; se basaba en un fuerte sentimiento de la solidariedad familiar, y como todas, tenía, aun sin querer confesarlo, un sentido reverencial de la riqueza. Pues bien, el expósito quedaba al margen de estas tres leyes o tabúes sociales; tenía contra él la sospecha de ser el fruto de una unión ilegítima, de haber sido concebido en pecado; no tenía padres reconocidos, no pertenecía a una familia, y por último, su indigencia era absoluta.

 

Las condiciones económicas difíciles en las que se encontraban algunas de las madres que abandonaban a sus hijos, y por tanto las relaciones ilícitas en las que caían por necesidad, eran en realidad el reflejo de crisis económicas (carestías) y sanitarias (epidemias, como, por ejemplo, la peste) más generales, pero cuyos efectos se abatían con más intensidad sobre las clases más pobres de la sociedad, y cuyas consecuencias no sólo se traducían en una mayor pobreza, sino también en un aumento del número de los huérfanos, de los indigentes y de la gente sin hogar. Domínguez Ortiz ha evidenciado, de hecho, cómo la epidemia que en 1649 se propagó sobre Sevilla costó 60.000 vidas. El hospital de niños abandonados que generalmente solía atender a treinta o cuarenta niños al año, registró en 1659 un total de 340 niños.

 La mayoría de los niños admitidos en las casas de expósitos no sobrevivía lo suficiente como para llegar a la adopción, al ser los índices de mortalidad en la época casi del 90%, y al producirse la mayoría de las muertes en los primeros meses de vida. Larquié revela, de hecho, que entre 1650 y 1700, de los 949 “incluseros” presentes en Madrid, la mayoría (841) tenía una edad comprendida entre pocos días y un mes, y sólo 34 de ellos habían superado el primer año de vida. Para que los que eran acogidos sobrevivieran, los funcionarios de los hospitales de expósitos intentaban proporcionarles madres. Lo primero que hacían después de haberlos bautizado, era contratar a una mujer lactante, generalmente una mujer pobre, que bajo el pago de una cantidad mínima (de aproximadamente 20 reales de vellón al mes), amamantaba a los pequeños. La ciudad pagaba el servicio de estas lactantes sólo durante los primeros años de vida del niño, cuyo destino, por lo tanto, dependía de la caridad cristiana de la nodriza, que podía decidir seguir cuidando de él o no. En este último caso la vida del niño abandonado dependía de que otras personas estuvieran dispuestas a adoptarlo o que éstas entregasen limosnas a las casas de acogida.

 Una praxis también común entre los actores, como muestra el caso del autor de comedias Jerónimo Velásquez el cual, al otorgar sus últimas voluntades en 1610, destinaba parte de sus bienes a los niños más necesitados de Madrid, disponiendo que “…para Nuestra Señora de la Soledad para el sustento y crianza de las niñas huérfanas que allí se recoxen dos ducados y se paguen de mis vienes. Item mando a los niños expósitos desta villa zinquienta reales y les den luego de mis vienes” o como muestra el caso de algunos actores españoles que se encontraban en Nápoles a principios de Seiscientos. Cuenta Ulisse Prota-Giurleo que en la nochevieja de 1628, mientras la compañía de Sancho de Paz estaba representando en el teatro napolitano de San Bartolomeo, fue abandonada una recién nacida en la puerta del teatro. Los actores españoles decidieron recogerla y encargarse de ella. Así que unos días más tarde, el 2 de enero de 1628, Sancho de Paz y su mujer Jumara de Sayas la bautizaron en la parroquia de San Giuseppe, la misma iglesia en la que, unos días antes, otros actores de la compañía, Pedro de Salas y su mujer Urbana de León, habían bautizado a su hijo recién nacido. Y fue esta última actriz, Urbana de León, quien también prestó ayuda a la pequeña esposta, decidiendo amamantarla. Con estas palabras Prota-Giurleo refiere este suceso:

 

Nella notte di Capodanno 1628, mentre la Compagnia di Sancio de Paz recitava, come abbiamo detto, al S. Bartolomeo, da uno dei servi di scena fu rinvenuta sulla soglia della porta secondaria del teatro, che dava in un sordido vicolo, una creatura nata appena da qualche giorno, ravvolta in miserabili cenci. Era stata deposta proprio lì, perchè fra la folla gioconda e spensierata, che a momenti sarebbe uscita dalla “commedia”, ci fosse stato qualcuno disposto a raccogliere quell’umano relitto, ex miseria proiectus. Ma i Comici spagnuoli, fra gridi di meraviglia e parole di tenerezza, non vollero lasciare ad altri il compito di quell’azione buona e gentile, e, come risulta dai registri della Parrocchia di S. Giuseppe, “il due gennaio 1628, i coniugi Sancio de Paz e D. Jumara de Sayas tennero a battesimo una bambina, figlia d’ignoti, abbandonata in istrada, alla quale fu messo nome Jumara Andreana”. Le offrì il proprio latte Urbana de Leon, moglie di Pedro Salas, che pochi giorni innanzi aveva avuto un bambino, battezzato nella stessa Parrocchia col nome di Francesco Antonio. 

 

Si algunos matrimonios de la época que no tenían descendencia, decidían destinar sus bienes, o parte de ellos, a los pequeños desafortunados de la Inclusa, otros, en cambio, tomaban la decisión de adoptarlos. Sobre todo acudieron a estos orfanatos los actores que no tuvieron hijos naturales con el propósito de adoptar o criar a una pequeña para enseñarle su oficio, o simplemente para acogerla en sus hogares para mantenerla recibiendo a cambio sus servicios domésticos. Un servicio que se convirtió con el tiempo en aprendizaje del oficio teatral, y sobre todo en una adopción de facto de la pequeña. Al recoger estos casos, la Genealogía indica claramente que se trata de niñas de “padres desconocidos”. Así lo señala en el caso de Juliana (de) Candado cuando afirma que “no se saue quienes fueron sus padres sino que se le prohijó Luis Candado de quien tomo el apellido” o en el caso de la actriz María de los Reyes, de quien confiesa que “no se saue quien fueron sus padres y la crio Juana de los Reyes de quien fue autora, y de la que tomo el apellido”.

Su condición de niñas expuestas vuelve a ser confirmada cuando en la misma fuente se las menciona como “hijas de la piedra”[6], como sucede en el caso de Manuela de Figueroa, que fue “prohija por Joseph Garzeran y Gabriela Figueroa” y que “tomo el apellido de su madre por no tener padres conozidas [sic] pues hera hija de la piedra”. O cuando se documenta claramente que procedían de instituciones encargadas de acudir y recoger a los niños huérfanos, pobres y abandonados. Así sabemos que Manuela de Sierra “la criaron Bernardino de Sierra y su muxer Leonor. Ygnorase quienes sean sus padres, aunque se discurre ser hija del Ospital de Zaragoza”; mientras que Manuela de Torres “se la prohijo doña Leonor de Villanueba y es hija de la Ynclusa. Nazio en Tarancon y es su propio nombre Maria Manuela Rosa de Jesus”.

En otras ocasiones, algunos de los actores que decidieron adoptar o criar a pequeñas abandonadas no sólo lo hacían por no tener descendencia o por simple caridad cristiana, sino también para devolverles de alguna forma la suerte que ellos mismos habían recibido siendo pequeños, como evidencia el caso de la actriz Juana de San José, anteriormente citada, de la que sabemos que “la saco Fernando de Mesa y Ana de la Rosa su muger siendo niña de la Ynclusa de San Joseph de Valladolid, por lo que tomó el apellido de San Joseph, ygnorando sus padres”. Este caso resulta significativo si consideramos que la madre adoptiva de la pequeña, la actriz Ana de la Rosa, aunque era hija natural de un carpintero de Cuenca había sido criada a su vez por un actor y autor, el mallorquín Esteban Vallespir.

Como ya hemos mencionado no siempre los documentos que poseemos nos permiten saber si estamos ante una adopción legal o una simple adopción de facto. A este propósito queremos aportar algunos documentos, y un ejemplo en concreto, que muestra la dificultad de discernir estos casos y que, sin embargo, muestra cómo en la práctica las hijas adoptadas o criadas por actores fueron consideradas, en más de una ocasión, como sus hijas naturales, motivo por el que hoy podemos considerarlas como descendientes de hecho de aquellos actores que se hicieron cargo de ellas garantizándoles un futuro a nivel personal y profesional. Es lo que comprobamos en el caso de Josefa (Gabriela) de la Cruz, adoptada (o criada) por la actriz Inés de la Cruz, la cual en una serie de contratos de la época aparece trabajando en calidad de “hija” y en colaboración con su presunta madre (viuda según nos corroboran las fechas de los contratos), la cual se compromete en su nombre para que Josefa represente en las fiestas de los diferentes pueblos que la requieren.

Así, lo constatamos en un contrato de 1653 cuando las dos actrices se comprometen a ir a representar en la villa de Maqueda (Toledo) con motivo del Corpus de ese año. En el documento se indica que Inés de la Cruz se contrataba por sí misma para primeros papeles, cantar y bailar, y en nombre de su hija, Josefa, que “baylará y ará lo demás que se a de repartirla”. En un contrato de junio del año siguiente, Inés de la Cruz se volvía a obligar con la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario de Villaverde (Madrid) para representar en ella en ocasión de las Fiestas de Nuestras Señora de Septiembre. En el contrato se daba constancia que la actriz se obligaba por sí, para primeros papeles de dama, cantar y bailar, y en nombre de “la niña su hija”, para bailar, hacer lo “que se le ordenare” y cantar. Sin lugar a dudas esta “niña” que figura como “hija” de la actriz era Josefa (Gabriela) de la Cruz, que como tal es mencionada en otro contrato de ese año, y en otros de años posteriores.

Sin embargo, sabemos que Josefa no era hija natural de Inés de la Cruz, aunque esta última se comprometiese en su nombre para que aquélla pudiera representar, praxis esta última, que si es cierto que ejercían los padres naturales de los actores menores de edad, también podía ser desempeñada por los padres adoptivos o por aquellos que ejerciesen una tutela sobre los menores en cuestión, como estamos viendo.

El documento que revela claramente que Josefa de la Cruz no fue hija natural de Inés de la Cruz, sino hija adoptiva o criada por ella, es el testamento de la propia actriz fechado en Madrid el 8 de agosto de 1656 en el que declaraba lo siguiente: “yo casé lejítimamente con Francisco de Arteaga a más de 26 años, de cuyo matrimonio no emos tenido hijos ningunos, y a más de 24 años que se ausentó que se ausentó [sic], y no truxo al matrimonio vienes ningunos, y yo lleué al matrimonio 300 ducados, y quando se ausentó me dexó consumido parte de mi dote; declárolo así para que en todo tienpo conste por no sauer si muere o viue…”.

A continuación, mandaba que “luego que yo fallezca se le dé a Josepha Gabriela, qu[e] está en mi casa y compañía, vn luto que yo tengo y tres camisas[s] y tres pares de naguas blancas, las mexores [?], y de los bestidos ordinarios que yo traygo lo que les [sic] pareziere, para que ande vien tratada”. Es más que probable que esta “Josepha Gabriela” citada en el testamento, fuera aquella misma actriz que aparecía como Josefa de la Cruz e “hija” de Inés en los contratos que hemos ido mencionando. Creemos que dicha “Josefa” no era hija natural de la actriz, no sólo porque en su testamento Inés de la Cruz daba clara constancia de que con su cónyuge “no emos tenido hijos ningunos”, sino porque en el mismo la actriz, haciéndola heredera de sus bienes, subrayaba también que “...la dicha Josepha Gabriela, por los buenos serbicios que me a echo y asistencia que a tenido a mis enfermedades y se lo deue mi voluntad y amor que la tengo y me tiene, los quales dichos vienes de la herencia quiero y es mi voluntad sirban para el estado de monja o casada que elijiere...”.

En realidad los datos que Inés de la Cruz nos descubre en su testamento acerca de “Josepha Gabriela” repiten las cláusulas presentes en muchos testamentos de personas acomodadas de los Siglos de Oro que, en sus últimas voluntades, solían reconocer que habían criado algún niño o niña. De hecho, según afirma Antonio Muñoz Buendía, estos otorgantes no sólo recordaban que habían criado a un niño, sino que ponían énfasis también sobre lo bien que éste les había servido, motivo por el que le dejaban una importante recompensa, por regla general una manda en dinero u otros bienes para ayuda a su casamiento.

Dejando sus bienes a Josefa Gabriela, Inés de la Cruz aseguraba, pues, a la pequeña que había criado, una dote que le permitiese elegir entre el matrimonio o la vida religiosa. Le garantizaba, de esta forma, la posibilidad de un futuro que era seguramente mejor de lo que le hubiera reservado su originaria condición. Inés de la Cruz deseaba, de hecho, que Josefa estuviese “vien tratada”. Una herencia que probablemente representaba un último agradecimiento de la actriz a aquella “niña” que, con su presencia, años atrás, la había ayudado probablemente a soportar mejor las consecuencias económicas que el abandono de su cónyuge le debió de causar.



[1] Es probable que el oficio de “corredero” corresponda, en este caso, al oficio de corredor o correo de posta, sobre todo si tenemos en cuenta la definición de “Correo mayor” a él relacionado. Según dicha definición, ofrecida por el Diccionario de Autoridades, el “Correo mayor” era en la época el “Empléo honorifico que exerce ò tiene persona calificada, y à cuyo cargo esta la disposicion y providéncia para el avío y despacho de las postas, assi ordinarias, como extaordinarias”.

[2] “Arraez: Patrón ò Maestro de Gabarra, barco, ù otra embarcación. Viene del Arábigo Raiz, que significa principal Piloto”.

[3] Eran huérfanas también las actrices Juana (de) Flores e Isabel María, ya que, en contratos diferentes, pero ambos fechados en 1641, con los que se comprometían a representar, hacían constar ser menores de edad, solteras, y que administraban y gobernaban sus bienes por sí mismas, no estando sujetas a patria potestad, ni a tutor, ni a curador. Así lo hacía constar Juana Flores, aunque sabemos que, por lo menos ella, sí tenía una abuela, María del Castillo que, sin embargo, en ningún documento figura como su tutora. Así cuando en 1641 Juana Flores otorgaba, por sí misma, dicha escritura lo hacía como “representanta, muger soltera que no está sujeta a patria potestad ni a curador de su persona y vienes, aunque menor de 25 años maior de 22, que reji [sic, por “rige”] y administra sus vienes y hacienda con su propia persona”. También Isabel María, al incorporarse, aquel mismo 1641, a la compañía de Antonio de Rueda, firmaba el contrato por sí misma como “muger soltera que ni está sujeta a patria potestad ni a tutor y curador y se gouierna y administra su persona y vienes, aunque menor de 25 años mayor de 21” (Ch. Davis y J. E. Varey, Actividad teatral en la región de Madrid según los protocolos de Juan García de Albertos: 1634-1660. Estudio y documentos). El hecho de estar ya activas en el oficio teatral siendo aún menores de edad, y huérfanas, según parece, podría inducir a pensar que dichas actrices también pudieron ser criadas o adoptadas por actores, aunque los datos de los que disponemos no nos permiten corroborarlo. Por este motivo no las incluimos en el Apéndice 1 “Actrices documentadas cuyo acceso a la profesión se produjo desde fuera de la profesión”.

[4] “Inclusa: La casa ù hospital donde se recogen y crian los niños expósitos. Parece que se llamó assi por ser la casa en que se encierran, y que contiene estos niños. Llamase assi en Madrid y otras partes, y en otras se llama Cuna, y en otras la Casa de niños expósitos, en otras la Piedra”. La Inclusa madrileña nació en 1567 con la fundación de la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y de las Angustias que a partir de 1572 se ocupó, entre otras acciones benéficas, también de los recién nacidos y abandonados en Madrid y sus alrededores, empeño que llevó hasta 1651, año de su disolución.  

[5] Recordemos, por ejemplo, que el adulterio se entiende en la época exclusivamente como un crimen femenino. La ley civil condenaba la adúltera a la muerte, mientras que los varones bígamos eran condenados a un breve destierro o a un turno al remo. El único delito sexual al que eran condenados los hombres era el de inducir a sus mujeres a la prostitución, pero no eran condenados los clientes de las prostitutas. Las mancebas también eran condenadas con más severidad con respecto a los hombres que las mantenían.

[6] Es decir: “El expósito que se cria de limosna, sin saberse sus padres. Gozan de las excenciones de hidalgo por privilegio. Lat. Expositus. Fortunaæ infans”.